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viernes, 20 de marzo de 2015

LA PIEDRA DEL SACRIFICIO



Una vez más volvió con la piel hediendo a borrachera. Una vez más el miedo estremeciéndome, aplastándome en el diván, intentando volverme pequeña, como si pudiera impedir que me distinguiera en la penumbra, reduciéndome a la infame elipsis que de mí se apoderaba.
Sabía que empezaría el rito, siempre lo sabía, pero no podía hacer nada. Nadie podía hacer nada, no había más entidad que mi propia oscuridad arqueándome la espalda.
¿Cómo evitar el horror que vejaba mi intrepidez cuando el tintineo de las llaves se afirmaba como instrumento de suplicio?
No obvió un sólo paso del ritual semanal. Sí, era viernes, viernes de taberna, viernes de fiesta con los camaradas, y unas cuantas putas que no le alcanzaban para el desahogo. No, su mayor deleite era la laceración  de mi alma ante la inminencia del acto obsceno y escabroso, consumado en la brutal violación.
Allí estaba, de pie ante mí, percibiendo el pavor en mi mirada. En la suya, crueldad. Lentamente, con los ojos rojos de ira, fue deslizando la cremallera de su pantalón, observándome con esa mueca de burla, de saberse poderoso, de saberme frágil, amedrentada en mi estúpida vulnerabilidad.
Si estaba ebrio; si escasamente podía mantenerse en pie; si con un pequeño envión pude haberlo derribado; si pude salir corriendo porque ni siquiera se tomaba el tiempo para trabar la puerta… tan seguro estaba de mi parálisis que no lo consideraba necesario ¿Por qué no huí? Porque no quise, porque no era mi objetivo.
Y se lo permití una vez más, lo dejé arrancarme la ropa para dejarme impávida en mi desnudez. Me penetró, como siempre, con ímpetu, con odio, gritándome “¡Anda, puta, vamos, que para eso te mantengo! Y te gusta, cómo te gusta que te lo haga…”
Él gemía de placer, yo, de dolor. Quejidos imprecisos que acabaron sin el goce acostumbrado de él, y el de mi humanidad mancillada. No pudo complacerse esta vez, no lo dejé.
¡Ah, qué satisfacción tan inmensa cuando oí su jadeo! Estaba a punto de llegar al éxtasis. Instante en que me atraía de los pelos para acercarme a su cara, para murmurarme al oído sus soeces palabras, luego de haberme mantenido con el rostro aplastado contra la almohada, mordiendo mi rabia, mi impotencia; entrando y saliendo de mí, de un modo bestial, feroz. Sí, eran los minutos previos al desenlace, y que concluían con sus repugnantes manos girándome en la cama, dejándome boca arriba para acoplarse con mayor ensañamiento, derramando su semen en mi oquedad.
Pero no lo dejé. No. Saqué el cuchillo que mantuve oculto debajo del almohadón y se lo clavé. Cayó al piso; él mordía el piso, no yo; esta vez, él mordía el piso.
Gimió ¡Sí, gimió, aullando como un perro herido! Ah, ah, ah, sí, le clavé el cuchillo en la espalda, y mojé mis manos con su sangre, y manché su rostro con su sangre, y limpié su sangre del cuchillo. Lo di vuelta, quería mirar sus ojos de carnero degollado, quería saborear la visión de la sangre brotando de su boca.
Lo dejé allí, tendido, inerte, los ojos al cielo ¡Cómo si hubiese un cielo para él!
Me siento extasiada, agotada, satisfecha. Permítame dormir…