Lo discutimos
durante mucho tiempo, no sé exactamente cuánto porque desde aquí no se puede comprender la magnitud de los
siglos que allá son días, pero finalmente me dijo que así debía ser, que debía
volver, que no se puede dejar cuentas sin saldar, historias inconclusas, hechos
sin resolver.
No me gustó la
idea pero finalmente, es el jefe, es el que da las órdenes y yo no tenía
elección, era eso o permanecer eternamente en duelo.
Entré a ese
útero no sin cierto recelo, sabía que no era bienvenida, sí, bienvenida, porque
para mal de males me mandó a este mundo con identidad femenina, así lo
avalaban mis células rosas.
No lo pasé muy
bien en ese primer hogar previo al aterrizaje final. Podía oír las discusiones,
el llanto de mi madre, sí, era un llanto constante que no me dejaba dormir; por
suerte me alimentaba bien. Y los ruidos, uf, sí que era feo escuchar esos
portazos de quien sería mi padre.
A medida que yo
crecía la casa se iba convirtiendo en una celda cada vez más estrecha, por eso las pataditas, giros que daba para
acomodarme mejor y evitar los calambres.
Supe que había llegado el momento de
enfrentarme al destino signado por el jefe cuando mi casa principió con las
convulsiones que anunciaban mi inminente expulsión. El pasaje, de más está
decir, no fue el mejor, pugnaba por salir, me quedaba poco o casi nada del
oxígeno que me enviaban desde el tubo llamado cordón.
Lo primero que
vi fue una luz muy fuerte que me cegó, yo estaba acostumbrada a mi penumbra, a
la tibieza del líquido que me cobijaba y de repente todo fue un caos; me
arrancaron con unas paletas de acero que sujetaban mi pequeño cráneo -eso
dolió-, luego me envolvieron en un paño blanco, me sumergieron en un recipiente
para quitar todo rastro del polvo uterino o algo así. Sentí frío y lloré, eso
creo, no sabía si era llanto pero me sonaba como el de mamá los nueve meses que
fuimos dos en un cuerpo.
Al fin me
encontré con ella. Me pusieron sobre su
pecho pero yo no abrí los ojos, tenía miedo de encontrar dolor en su mirada.
Fue el comienzo
de un largo camino por recorrer, con carencias afectivas, soledad recurrente,
tropezones y caídas. El tiempo fue
pasando y yo seguía llorando, nada de lo que me brindaba la vida logró darme la
paz que el jefe me quitó. Viví una vida de mujer: mujer que construye, mujer
que cobija, mujer que ama y no es amada, mujer que a empujones logró conseguir
un espacio propio.
Hoy, pasado
medio siglo de esa vida, sé que me queda mucho por recorrer, ellos me lo
anunciaron. Pero no voy a llorar más, no voy a ser la víctima de nadie. Lo que
me quede por vivir será a mi modo. Reparar la deuda no saldada...
Lo siento, tengo
que hacerlo porque ya no quiero volver. No será mi futuro incierto, lo he
decidido.
No puedo saber
cuánto me queda, pero de algo estoy segura, podría ser hoy mismo, en este mismo
instante. Entonces, si me disculpan, los dejo, tengo una misión que cumplir: ¡Ser
feliz! Y eso no puede esperar…