Es una
especie que en su sangre lleva la herencia de Dioses medianos y ángeles parias,
llegados aquí luego de acumular su conocimiento, tras cometer errores
ancestrales, luego de depredar y llevar al colapso los mundos que antes los
cobijaron; Dioses y ángeles usurpadores que fueron recibiendo lecciones,
dándose de cabezazos contra su propia necedad y quizás, ni siquiera asimilaron
las lecciones, quizás… tan sólo se convirtieron en portadores de malas
experiencias, errando y tropezando múltiples veces con el mismo escollo. El
caso es que llegaron aquí con el estigma de destructores de mundos, asustadizos
fugitivos de fatales destinos que ellos mismos se forjaron.
Con
esas taras a cuestas, generaron la vida en este planeta, transmitiendo a las
criaturas, productos de sus experimentos, el intrínseco cretinismo a través de
los genes que extrajeron de sí mismos, y de ese modo, inocularles la capacidad
del libre albedrío. Los nativos de este planeta son la semilla maldita e
imperfecta de seres que vinieron del espacio, huyendo e intentando expiar
culpas, mostrándose ante ellos como deidades infalibles, omnipotentes,
bondadosas y dueñas del gran orden universal. En realidad, no eran más que
evadidos que poseían algo de adelanto técnico y con esto pudieron jugar a ser
divinidades dadoras de vida.
Estos
aprendices de Dioses, les instalaron el velo del conocimiento limitado a sus
creados, no permitiéndoles mirar más allá de donde las supuestas divinidades
dibujaron sus estrellas, entonces no pueden ni podrán jamás, hacer conexión con
el auténtico GRAN HACEDOR. Su heredada miopía espiritual, les permite ver
únicamente hasta el límite donde habitan sus Dioses y ángeles ficticios. A
ellos oran y solicitan dádivas y bendiciones que no se las pueden conceder pues
estos no tienen el poder de oír a millones de bocas implorantes, y aunque lo
pudieran hacer, están muy ocupados intentando resolver sus propios miedos,
necesidades y hambres.
Su
“perfección” e imagen a semejanza de estos Dioses falsos, es la que les dicta
que sean capaces de meter un animalito recién nacido en una botella,
alimentarlo y mantenerlo en ese cautiverio mientras lo ven crecer en ese cada
vez más apretado espacio que irá deformando su estructura ósea y todo su
organismo hasta convertirlo en un macabro adorno… el animal con cuerpo de
botella.
Es por
ello que se divierten y hallan regocijo al estimular a sus congéneres a subir a
un octógono para darse golpes a diestra y siniestra hasta terminar bañados con
la sangre de sus contendientes y la suya propia a cambio de aplausos y un
puñado de monedas. Por lo mismo, adiestran a bestias y aves en el
arte de matar, aprovechándose de su instinto de territorialidad. Todo ello es
parte de ese “legado divino”… Sentir placer al ver verter sangre ajena y
espectar, con deleite, cómo se le va la vida a otros seres en pro de su
ludopático afán de apostar.
Son
estas razones genéticas las que justifican su egoísmo al ufanarse de las
guerras que fomentan, y el interés por acumular riquezas mientras sus hermanos
de raza, a su lado, mueren de hambre y sed. Allí radica su intolerancia para
soportar que quienes les rodean sean felices y tengan acceso a convivir con el
amor. Es esa funesta herencia la que los empuja a hacer escarnio, mofarse y
golpear el cuerpo y alma de una indefensa niña, cuyo único pecado fue venir al
mundo, desamparada e incapacitada para enfrentar agresiones, debido a su real
condición de ángel.
Esta
niña nació hija de reyes. Rey y Reina con trono de esos que se compran con
esfuerzo, un poco de astucia y dinero. Estos Reyes, como cualquiera en este
mundo, jamás tuvieron la óptica para distinguir las alas de su pequeña hija. La
abandonaron en una cuna-jaula dorada, rodeada de individuos cuya función era
alimentarla y velar por su crecimiento corporal. La cuidaban, sí, pero también
la mordisqueaban para compensar sus propios traumas, taras y complejos, a
expensas de maltratar a la niña angelical.
La vida
se ensañó con ella desde sus primeros días. No conoció a su Rey padre, quien
prefirió irse dándole el título de bastarda. La Reina madre se quedó con ella
pero la hizo de lado, desentendiéndose del natural instinto de prodigar amor y
cariño al fruto de sus entrañas. Así fue creciendo la niña ángel con cabellos
de Sol, sin conocer una caricia sincera, rodeada de viejas vestidas de túnicas
y velos de color negro, tan negro como sus almas. Ellas se regocijaban
asustando y torturando a la frágil niña, encerrándola, a menudo, en la oscura
celda de una mazmorra donde habitaban imaginarios demonios que las malditas
viejas creaban y embutían en su mente para que la atormentaran desde su propio
subconsciente. Las lágrimas, la angustia y la soledad, fueron su inseparable
compañía y aún cuando la niña logró escapar de su celda y alejarse de las
garras físicas de sus celadoras, nunca pudo huir de los barrotes de la
vulnerabilidad, pues ya estaban enquistadas en su mente. De nada serviría la
careta de niña sonriente que con tanta dedicación se confeccionó para ocultar
su inseguridad, ya que el aura y el aroma de su pureza eran tan marcados, que
traspasaban el cartón de su sonrisa, haciéndola propensa a la envidia que estos
seres llevan en la raíz de su esencia misma. Toda esta raza maldita, tiene el
reflejo condicionado de ensañarse con los que se muestran débiles y sensibles.
Las perversas vestidas de túnicas y velos negros, siempre volvían para
atormentarla… aunque con diferentes rostros y otras vestimentas.
Con sus
sueños de vidas pasadas, en las que recordaba haber extraviado un gran amor, y
sin perder la esperanza de hallarlo en esta, la niña continuó su andar por este
mundo sin lograr que sus atacantes la perdieran de vista. Por
donde iba, y pese a su sonriente máscara, era reconocida como una vulnerable,
siendo siempre la presa, por defecto, de brutales mordiscones y
arañazos que, aunque herían profundamente su nívea piel y delicada musculatura,
resultaban más lacerantes para su ya adolorida alma. Ella se había jurado a sí
misma que nunca más lloraría ante sus atacantes… no volvería a darles ese
placer. Entonces soportaba estoicamente las arremetidas de sus agresores de
turno sin variar la “U” indeleble de su sonrisa. Si al llegar la noche debía
llorar mientras curaba sus heridas, lo haría a solas, hasta que el
cansancio la sumiera en sueños. En estado de ensueño, con sus alas oníricas,
viajaba hacia los brazos de aquel amor que en vidas pasadas se le perdió entre
los derroteros del destino.
Ocurrió
una tarde de abril. Por la rendija de su puerta, alguien deslizó un papel
blanco. La niña, curiosa, lo tomó y leyó: “Necesito tu rostro para pintar un
ángel”. Miró el reverso de la hoja y en él halló la imagen de un
rostro de hombre. El lado derecho estaba pintado de color moreno y el izquierdo
de color celeste. Su ojos tenían un mirar triste pero taladrante, y de marco,
una cabellera abundante y alborotada. La niña ahogó un grito y sin emitir
sonido alguno se dijo “Es él”. Abrió la puerta y salió corriendo hacia la calle
para ver quién había dejado la nota con aquella enigmática imagen, mas no había
nadie en los alrededores. Vio, a lo lejos, un grupo de mujeres que con risas de
hiena se mofaban de su confusión. Presurosa, temiendo un nuevo ataque por parte
de estas, regresó a casa y cerró la puerta.
-¡Él
es…él es! ¿Pero dónde está?
Llegó
el invierno y la niña, que amaba el mar con devoción, decidió pasear por la
playa, aprovechando que en esa época del año estaba desierta. Una pequeña ola
que se aventuró a mojar sus pies, trajo flotando consigo una botellita y la
depositó en la arena, delante de su vista. Al recoger el pequeño frasco, herméticamente
taponado con un corchito, la niña vio que en su interior había un papel
enrollado; con sus delicados dedos lo extrajo… otra nota, pero que ahora decía
“Sólo permíteme adorarte” y más abajo, nuevamente, la imagen enigmática del
hombre con el rostro de dos colores. Llevada por un fuerte impulso y sin dudar,
mordió su dedo haciéndolo sangrar, y sobre la imagen escribió con su sangre
“¡Te amo!”. Colocó el papelito en la botella, la tapó con sumo cuidado y la
lanzó devolviéndola al mar…luego se sentó a esperar… ¿Qué? No lo sabía, sólo
que debía esperar…
Al día
siguiente, las olas cómplices, trajeron nuevamente hasta sus pies la botellita
conteniendo otro mensaje que decía “Aún a la distancia, no sueltes mi mano que
yo no soltaré la tuya”, rubricada, igualmente, con la imagen del rostro de dos
colores. La niña, por vez primera, conoció el sabor de la felicidad: se sentía
dichosa, eufórica, su vida tenía un motor para seguir existiendo. Embargada por
esa sensación jamás antes sentida, escribió: “Juro ante Dios que no volveré a
soltar tu mano, amado mío”. Colocó su respuesta dentro de la botellita y la
tiró nuevamente al mar. Este ir y venir de mensajes se repetía diariamente. La
niña ángel, llena de ilusiones, esperaba el próximo, siempre sentadita en la
arena, sin moverse de su lugar.
El
último mensaje decía: “Monta en tus alas de gaviota y ven a mí. Atraviesa esas
montañas, yo te esperaré en la playa del otro mar… hay un largo sendero de
lágrimas que nos falta recorrer, pero ese tramo lo caminaremos juntos, tomados
de la mano, cuidándonos mutuamente”.
Cuando
ella bajó de los cielos, los brazos de su amor con el rostro pintado de dos
colores, rodearon su talle y ambos se fundieron en un largo beso que se
adeudaban desde vidas anteriores…un beso apasionado e intenso que ambos habían
esperado por mucho tiempo. En contraste, a unos pasos, también les aguardaba
una infinita multitud de estas criaturas, herederas del egoísmo y la
crueldad, que sus falsos Dioses trajeron de la hipocresía de sus cielos. Los tenían
completamente rodeados, no había intenciones de dar paso al amor, no lo
permitirían.
Los vi
tomarse de las manos y caminar con decisión hacia las fauces y garras que,
amenazantes, los aguardaban. Ante mis ojos se desató la carnicería. Todos se
afanaban por mordisquear y desgarrar los cuerpos de los amantes, pero ellos
siguieron adentrándose entre la multitud hasta que los perdí de vista.
Cuando
todo hubo, aparentemente culminado, la multitud se dispersó dejando la playa
libre de su repugnante presencia. En la arena sólo quedaron unas cuantas plumas
blancas y una estela de huellas de cuatro pies desnudos que se esfumaron en el
infinito.
“IR TRAS UN SUEÑO ES IR CONTRA LA CORRIENTE, PERO TAMBIÉN ES LA
MEJOR RUTA PARA ALCANZAR NUESTROS PROPIOS CIELOS”
Autores del texto:
Oswaldo Mejía- Myriam Jara
Ilustración:
Oswaldo Mejía