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miércoles, 25 de julio de 2012

UN INTRUSO EN CASA

 Desearía caminar más despacio, no tiene prisa por llegar, aunque el frío, la noche cerrada, la calle desolada y el viento penetrante, la impelen a apurar los pasos. De todos modos, esa noche le haría frente, era una decisión tomada “Podemos quedarnos sentadas, hablando una y mil veces sobre el tema, pero si no le hace frente nunca va a superarlo” Fueron las palabras de su terapeuta, momentos antes de finalizar la sesión.
 Faltan cuatro cuadras. No puede permitirse el miedo. Recuerda la primera aparición; era muy tarde cuando regresó a su casa; al abrir la puerta quedó paralizada. Ahí estaba presente en toda su dimensión, ocupando el centro del living. No pudo ver su mirada pero la sintió y el pánico se apoderó de Franca. Pegó un portazo y bajó las escaleras corriendo.
 Faltan tres cuadras. La peor noche de su vida: se había despertado sedienta; antes de abrir los ojos sintió una suave caricia recorriéndole el muslo izquierdo. Fu puro instinto saltar de la cama y manotear la perilla de la lámpara. Se había metido entre las sábanas para recorrerle el cuerpo. Cuando Franca gritó y pegó un brinco abandonando el lecho, salió volando para desaparecer por la puerta dejándole una sensación de repulsión que todavía la hacía estremecer. No pudo volver a dormirse; permaneció el resto de la noche sentada sobre la almohada, abrazada a sus rodillas, sin apartar los ojos de la puerta “¡Dios mí, que no vuelva!” suplicó al borde del llanto.
 Faltan dos cuadras. Siente el pulso acelerarse y camina más rápido “Basta, esto no puede continuar ¿Cómo puede consentirle que se adueñara de casa. Esa cosa insignificante no puede someterme por más repugnante que sea” Bastaría un poco de sensatez para derrocarla. Hoy pondría fin a tanto tormento.
 Falta una cuadra “Ojala que no esté; por las dudas me preparo para lo que venga” Introduce la mano en la mochila y suspira aliviada. El arma está allí. No puede dejar de recordar las ocasiones en que se vio aterrorizada y humillada, como cuando la obligó a arrinconarse en el sillón, sin atinar a hacer otra cosa que mirar espantada, hasta que lo vio salir. Fueron tantas las circunstancias en que la atormentó con su presencia que la llevó a pensar “Tu vida o la mía”
 Se detiene frente al edificio, mira hacia arriba, hacia el sexto piso donde se encuentra su departamento, alcanza a ver el pequeño balcón, las luces apagadas pero las persianas levantadas. Respira profundamente y abre la puerta. Oprime el botón del ascensor “Otra vez en el piso dieciocho” No lo quiere esperar, un minuto más y probablemente se arrepienta y huya hacia la calle. Sentimientos contradictorios que se agolpan provocándole nauseas. Sube los escalones de dos en dos, aferrada al pasamano, las piernas le tiemblan, imagina una caída, rodando cuesta abajo y una fractura que la deje imposibilitada de abandonar su casa. Quisiera no llegar nunca, o mejor, llegar lo más rápido posible y terminar de una buena vez con ésta estupidez, porque si lo piensa seriamente, no es otra cosa que un ser insignificante al que podría aplastar sin dificultad, claro que la dificultad está en su mente dominada por la mirada penetrante que no puede ver pero puede percibir, es cuando se enfrentan que el miedo se apodera de ella.
 Ya no se siente tan segura de su arrojo. Está transpirando, se marea y trastabilla, se aferra a la baranda apretando las manos con todas sus fuerzas. Se detiene a mitad de la escalera para sacarse la campera. Con la manga del pulóver, enjuga el sudor de la frente “Te voy a matar, juro que te voy a matar” Con manos temblorosas examina la mochila, saca el envase que contiene el veneno y lo dispone para accionarlo.
 Deposita la mochila en el piso junto a la campera. Pone la llave en la cerradura y la hace girar con suavidad, evitando el tintineo de las llaves al entrechocar. Vuelve a respirar profundamente, exhala lento, inspira una vez más y abre la puerta. Enciende la luz. Ahí está, desafiándola a entrar. Inmóvil, sobre la alfombra beige, su figura negra parece agrandarse como un gigante que no puede detenerse “No es real, Franca, es tu imaginación” La mano que sostiene el aerosol no se queda quieta; Franca temblequea sin poder apartar los ojos del repugnante insecto. Ella, de pie en la puerta y la enorme cucaracha, apostada sobre la alfombra, se miran, ambas congeladas en el tiempo. El leve movimiento de las antenas saca a Franca de su parálisis y saltando la barrera del miedo, destapa con presteza el envase, cierra los ojos y aprieta la válvula que apunta directamente al enemigo. Segundos eternos, permanece con los ojos apretados, no quiere verla retorcerse. Vacía medio envase, tose, el olor le impide respirar, abre los ojos. La cucaracha está muerta. Arroja el envase, corre al balcón en busca de aire puro, escapando del ambiente impregnado del aroma asfixiante. Está bañada en sudor, todo su cuerpo lo está. Se dirige al baño, abre la canilla del lavabo, toma un poco de agua con las manos y se moja la cara. Se siente reanimada, se apoya en el inodoro esperando que llegue la calma. Poco a poco logra normalizar el ritmo cardíaco.
 Sonríe; primera etapa cumplida “Si consigo levantarla y echarla a la basura, fobia superada” Se seca la cara. Camina hacia la cocina en busca del escobillón y la palita “No, mejor la escoba, no sea cosa que se quede enganchada entre los pelos” Con orgullo de campeona que recibe el trofeo, retira el cadáver del living; va a tirarla al tacho de basura pero, no, mejor por el balcón “No la quiero en mi casa ni muerta. Sería fabuloso si pudiera ponerla en un sobre y enviársela por correo a mi psiquiatra, pero para eso faltan unas cuantas sesiones más” Ríe eufórica; llena la bañadera con agua caliente, vuelca un chorro de espuma de baño. Se desnuda y antes de sumergirse pone música para relax, se introduce en el agua y disfruta, después de tantos meses, del baño sedativo mientras cierra los ojos y se deja llevar por la música “¡Qué placer, tanto tiempo de duchas veloces” Está feliz y en paz, sabiéndose la única ocupante del departamento. Otra vez vuelve a ser dueña de su hogar.
   Le resulta asombroso moverse por la casa con libertad, sin la tensión que la acompañó durante tantos meses. Prepara la cena y vuelve a sonreír. Llena una copa de vino tinto, dispone la comida en la bandeja y se mete en la cama. Cena mirando la televisión. El cansancio la adormece. Lleva la bandeja a la cocina “Mañana lavo la vajilla, ahora me merezco un buen descanso” Antes de volver a acostarse, revisa el cuarto “Tranquila, no tenés que terminar con todos los hábitos de una, date tiempo” Se arrodilla, mete la cabeza debajo de la cama y mira hacia un lado y otro “Todo en orden, Franca, no hay moros en la costa”
 El sueño no tarda en llegar y junto a él, las pesadillas; cientos de cucarachas invaden su casa, vienen a vengar la muerte del insecto. Obnubilada, pega un grito, siente la garganta seca, necesita un vaso de agua; enciende el velador, retira la sábana que la cubre y ahoga el llanto. Entre las sábanas hay tres cucarachas. Salta de la cama y corre al living en busca de la puerta de calle. Una vez más el pánico apoderándose de su alma, la respiración entrecortada, el mareo, el vómito que siente subir por la garganta. Prende la luz; un ejército de cucarachas que vienen del palier, pasan por debajo de la puerta impidiéndole salir; vienen a buscarla. No puede gritar, le falta el aire. No puede pensar, el horror la envuelve. No tiene salida. Abre la puerta del balcón y se arroja al vacío.
En la vereda desolada, yace Franca, los ojos abiertos, un rictus de pavor. La sangre que emana de su cráneo se funde con el cadáver de la cucaracha.

 Autora: Myriam Jara