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domingo, 5 de febrero de 2012

EL ESTIGMA


Las calles de Venecia estaban solitarias y le gustó, como le gustó el viento que, impetuoso, arremolinaba su pollera dejando al descubierto sus bonitas piernas, lo único bonito que había tenido. La fealdad fue su estigma y la causante de su vida solitaria. Ni siquiera su simpatía, exageradamente pretendida, le había proporcionado la felicidad de sentirse la dueña de un corazón. Tuvo muchos amigos, hombres casi todos, pero ninguna se fijó en ella como mujer. No los podía culpar; la culpa era de la maldita sociedad de consumo que promovía la belleza como el estandarte del éxito. No era socióloga que pudiera hablar desde la investigación, a duras penas había conseguido un cargo de jefa de sección en una pequeña empresa. Cada entrevista, esperaba ansiosa, sentada con la cabeza gacha, apretando el currículum que años de estudios, congresos y simposios, guardado con prolijidad en una voluminosa carpeta, atestiguaba su capacidad. El resultado era siempre el mismo. Cuando a su lado se ubicaba una que otra jovencita vestida provocativamente, con el cabello largo y rubio, dueña de un rostro que tocaba la perfección y un cuerpo esculpido por manos hábiles tras largas horas de quirófano, Marisa sabía que había perdido la partida. A nadie le importaba su experiencia laboral, ni su doctorado en Recursos Humanos, sólo ponían atención en su aspecto. Era así, debía aceptarlo, de todos modos no tenía opción. No había cirujano que pudiera mejorarla. Era fea y se sabía fea. Había heredado la osamenta masculina de su padre y la nariz deforme de su madre; los labios pulposos no la ayudaron mucho, un poco de pintura no hacía más que resaltar esa boca desagradablemente carnosa. La abuela, viejita generosa, le legó los ojos de un turquesa asombroso pero la hipermetropía la obligaba a ocultarlos detrás de gruesos lentes con marcos igualmente gruesos, acordes al tamaño de su rostro, de sus facciones todas. También la cabellera era herencia de su madre, cabello mixto y rebelde que únicamente pudo manejar cuando el peluquero le sugirió que lo cortara, una melenita insulsa que se abultaba en la nuca, entonces lo recogía a los costados con unas hebillas o con una bincha hacia atrás, brindando un aspecto prolijo aunque pasado de moda. No podía usar pantalones como le hubiera gustado, esos trajecitos ejecutivos que tan bien le hubieran sentado dada su estatura, pero la cola plana, chata como sus pechos, no se lo permitían. Se había resignado a la condena perpetua de la falda que tenía la contra de ocultar sus bellas piernas que algún antepasado ignoto le había conferido. Si hubiera tenido una cara pequeñita, unos rasgos más finos, un cuerpo menudo, podría haber usado minifaldas, era joven para hacerlo, pero se vería ridícula con su metro setenta y ocho y esa cara de equino, como solían llamarla sus compañeros.
Tenía suficiente inteligencia para hacerse cargo de sus defectos, bastaba con mirarse al espejo cada mañana, no esperando el milagro de una transformación divina, sino en la ardua tarea de volverse presentable. Cuando volvía del trabajo preparaba algún bocado, se quitaba los zapatos y con la bandeja sobre las piernas se reclinaba en el sillón para mirar la televisión. Películas de época con las que no pudiera identificarse, que no la hicieran sentir tan fuera de contexto. Le hubiera gustado vivir en esa época donde los vestidos ostentosos eran los protagonistas ensombreciendo la figura, pero le tocó ésta, la era de la belleza, de la pollera corta, de los pantalones apretados perfilando glúteos redondeados, blusas escotadas por donde asomaban bustos prominentes, cabelleras al viento enmarcando rostros angelicales con dientes como esculpidos en porcelana, o tal vez, esculpidos en porcelana pero con un aspecto tan natural que nadie se atrevería a apostar por lo contrario. A ella, en cambio, ni siquiera le habían hecho ortodoncia, un gasto que no valía la pena, decía su papá, el dueño de la osamenta gruesa.
Nada de lo que intentara podía convertirla en lo que no era, entonces apelaba a sus buenos modales, modales femeninos en un cuerpo cuasi masculino. Aprendió a reírse de sí misma y eso la volvió encantadora para las horas de trabajo, pero nunca era invitada al cine, nunca una cita, nunca un beso apasionado. Tuvo sexo, sí; no faltaba quien quisiera llevar a la cama a cara de equino. Aceptó ilusionada las primeras citas, podía ser tan fogosa como cualquiera, más aún; ella no precisaba ocuparse de verse bien a la hora de hacer el amor, sería inútil, entonces se entregaba en cuerpo y alma, brindaba placer a destajo, sin pudores, sin restricciones, siempre con la luz apagada. Los audaces que se animaban a arrojarla en la cama se cuidaban de mirarla, disfrutaban de sus manos recorriéndoles con avidez el cuerpo, de su boca amplia que, al momento del sexo oral, resultaba insuperable, pero no se preocupaban del placer de ella, la manipulaban como a una muñeca inflable, y cuando lograban el éxtasis, se vestían y se iban dejándole un beso en la frente y el vacío que se produce cuando no hay abrazos, cuando se despierta sola en la cama, cuando no se espera que le preparen un café. Gozaban y se iban. Pero se había acostumbrado y pensaba que era mejor eso que la autosatisfacción, al menos podía disfrutar del placer que sentía al oírlos gemir…aún con la luz apagada o porque la luz estaba apagada; mejor así, podía dar rienda suelta a la mujer hambrienta de sexo, apretar nalgas fibrosas, enredarse en las piernas peludas del caballero de turno, lamer el pene con apetito hasta sentir el semen derramado en su cara. Con el transcurrir del tiempo lo comprendió y le sacó provecho. Eran ésos momentos en que el poder lo tenía ella, a ella le pedían más, por ella gemían y se retorcían y se sacudían frenéticamente. Sí, era la mejor hembra, capaz de superar a ésas frígidas carilindas. No le faltaban hombres que la acompañaran hasta su casa para meterla en la cama sin preludios. Se había convertido en una leyenda sexual. Suponía que la información había corrido como reguera de pólvora “Cara de equino es una fiera, una maniática sexual, imperdible…para una noche” Si el placer tocaba el punto más álgido, podía esperar una segunda oportunidad, pero eso no sucedía a menudo, era bocado de una noche, una vez a la semana, con suerte, generalmente cada quince días.
Llegó a las calles estrechas esperando encontrar a algún desesperado, ansiando ver la cara de la miseria, pero no encontró a nadie, la miseria sólo se reflejaba en la fachada de las casas de dos plantas con sus paredes sucias y descascaradas. Era de madrugada; la gente dormía, algunos en soledad, otros, abrazados a otro cuerpo, estarían los que no dormían cuidando al hijo con fiebre, o que febriles, galopaban sobre sus mujeres, arrancándoles gemidos que ella nunca experimentó, salvo cuando usaba su inseparable vibrador, fiel amante que se ocupaba de proporcionarle placer; así y todo, prefería un hombre a su lado, aunque se ocupara de dirigirla a sus puntos más vulnerables sin preocuparle qué le apetecía a ella. No le importaba, por un par de horas se fusionaba con un cuerpo varonil y si no lograba el orgasmo, cuando se iba, le quedaba el recuerdo del pene agitando su vientre y el recurso de su compañero a pilas.
Una vida patética que no merecía la pena de sufrirla; podía disfrutar, tenía derecho. Aunque los demás no lo apreciaran de ése modo, Marisa cara de equino, era un ser humano y no debía privarse de aquello que tanto deseaba. Planificó con cuidado su viaje. En primer lugar, retirar todos sus ahorros del banco, una suma considerable. Ganaba bien y gastaba poco. Bueno, había llegado el momento de dilapidar tantas horas de trabajo. Luego visitar agencias de viaje en busca de un hotel cinco estrellas, vuelo en primera clase, limusina en el aeropuerto, ropa nueva, extensiones que le otorgaran la cabellera que tanto había ambicionado, sin importarle si estaba al tono con su rostro. Estaba dispuesta a permitirse todo aquello que había relegado por fea. Solicitó las vacaciones que nunca tomaba ¡Si no tenía a dónde ir ni con quién! Prefería ocupar su mente en el trabajo, llevando una vida mediocre pero metódica, a la espera de la oportunidad que la hiciera sentirse alguien. Bien, ya hablarían de ella, al menos le dedicarían una semana; sería el tema de cuchicheo en las oficinas, en los bares y hasta en los dormitorios. Sí, iban a hablar de ella porque les daría un buen motivo.
La tarde anterior al viaje, fue a la empresa vestida como una reina, con su nuevo cabello, las uñas perfectas y sin anteojos, aunque no veía nada, pero percibía, claro que percibía las miradas burlonas de las mujeres y las de los hombres, pasmados. Caminó con paso firme, poniendo todo su empeño por mantener la cabeza en alto, la frente erguida, el cuerpo recto. Entró al despacho de su superior y le dijo que tal vez necesitara más de un mes, un viaje tan costoso era para aprovechar. Su jefe quiso protestar pero ella no se lo permitió, de ninguna manera estaba dispuesta a ceder un mínimo de su tiempo por una empresa que nunca la valoró; le debían dos meses de vacaciones y los iba a tomar sin fraccionarlos. Fue su última palabra y sin esperar respuesta, salió pegando un portazo. Sonrió satisfecha al imaginar la cara rubicunda de ese petiso, calvo y barrigón, que se atrevía a mirarla con desdén. Se dirigió a la salida sin volver la vista, presuponiendo las estúpidas miradas de los empleados, clavadas en su espalda, la boca abierta, la lengua colgando, los ojos desorbitados ¿Qué le pasó a cara de equino? Sí, sí, seguro que era la pregunta obligada pero no obtendrían nunca la respuesta.
El último y doloroso compromiso a cumplir, fue ir al departamento de su amiga Mimi, para dejarle en custodia a Lucrecia, su gatita siamesa, el único ser que se alegraba al verla llegar, que se enroscaba en su cuello a la hora de dormir y compartía, sentada sobre su falda, largas sesiones de televisión y chocolates que se repartían entre las dos.
-Cuidala como si fuera tuya. No la dejes salir al balcón, le gusta andar por la cornisa.
-Quedate tranquila, mujer. Lucrecia y yo nos vamos a llevar muy bien ¿Verdad, Lucrecia?- dijo Mimi acariciando el lomo del animalito que ronroneaba mientras caminaba en círculos, rodeando las bonitas piernas de Marisa. Y Marisa salió sin voltear, no por pedantería, sino por no llorar.
Fueron hermosos los días en Italia; recorrió durante un mes y medio distintas ciudades, cenó en los mejores restaurantes, visitó museos, compró ropa de alta costura, trajes de saco y pantalón y hasta disfrutó de los amantes latinos, los únicos que le proporcionaron celestiales e intensos orgasmos…y con la luz prendida.
El problema de Marisa no había sido la fealdad sino su sentido de la fealdad. En Italia había nacido una nueva Marisa, cara de equino había muerto. En las calles napolitanas, romanas y florentinas, descubrió su verdadera esencia. Una mujer que se plantaba segura ante los otros, que podía disfrutar de una copa de vino tinto, no en soledad, sino sola por elección. Para entonces era ella las que abandonaba en el lecho al caballero de turno para irse sin siquiera dejarles un beso en la frente.
El viento volvió a arremolinar su pollera y la luz intensa la deslumbró. Era hora de volver, estaba amaneciendo y no quería perderse el espectáculo. Entró a su suite y miró la gran cama, luego se miró en el espejo del tocador y esbozó una sonrisa. Sus ojos estaban más turquesas que nunca, un brillo especial resaltaba el color de los ojos de la abuela, en su mirada había paz, su rostro se había vuelto bello porque bella era su alma. Luego volvió la vista a la cama de dos plazas y miró con piedad a cara de equino. El veneno ingerido le había dejado una mueca de horror que Marisa creyó entender que ésa la que efectivamente veían las personas en ella, provocando el rechazo que la llevó a tomar una decisión drástica pero simple.
Se sentó en la butaca blanca mirando la puerta. En cualquier momento entraría la chica de la limpieza y no quería perder detalle de los sucesos que sobrevendrían al grito inicial. Podía imaginar la ambulancia, la cara de horror del conserje, la policía, los pocos turistas agolpados en la puerta, tratando de averiguar qué estaba ocurriendo.
Marisa no estaría para entonces. Otro destino la esperaba, recorrer las calles de Venecia por toda la eternidad, sin ver y sin ser vista.
                       IMAGEN TOMADA DE INTERNET
Autora:Myriam Jara- La eterna escritora disconforme